Érase una vez un joven pastor llamado Pedro, el cual se pasaba la mayor
parte de su tiempo paseando y cuidando de sus ovejas por los campos de un
pequeño pueblo. Todas las mañanas, muy temprano, salía a la pradera con su rebaño,
y así pasaba su tiempo y ganaba algo de dinero para mantenerse a final de mes.
Muchas veces, mientras veía pastar a sus animales, sentado sobre la hierba
húmeda, Pedro pensaba en las cosas que podía hacer para divertirse y matar las
horas que tenía que soportar sólo en las praderas. Un día, aburrido de no hacer
nada más que mirar y cuidar a sus ovejas, mientras descansaba debajo de un
árbol, tuvo una idea. Decidió que pasaría un buen rato divirtiéndose a costa de
la gente del pueblo que vivía por allí cerca así que, sin pensarlo dos veces,
cogió aire, y comenzó a gritar con todas sus fuerzas:
- ¡Socorro, el lobo! ¡Que viene el lobo!
La gente del pueblo, alertada, dejó sus quehaceres, cogió lo que tenía a
mano para usar a modo de defensa, y se fue a auxiliar al pobre pastor que pedía
a gritos ayuda. Pero cuando los vecinos llegaron hasta allí, descubrieron que
todo había sido una broma pesada del joven Pedro, que se deshacía en risas por
el suelo. Los aldeanos se enfadaron y decidieron volver a sus casas… Todos
menos Anna, una pobre niña que, inocente y dadivosa, se acercó hasta Pedro, y
con toda la buena voluntad del mundo, le tendió una mano para levantarlo del
suelo.
- Seguro que el lobo se ha cansado de atacar a las ovejas, y ahora se
dedica a hacer cosquillas a la gente, ¿a que sí? Por eso estás aquí tirado,
muerto de risa. ¡Ten cuidado la próxima vez! – Y con una cándida sonrisa, la
niña se despidió del pastor que no podía parar de reír por la ocurrencia Anna.
Cuando todos se habían ido, al pastor le hizo tanta gracia la broma que quiso
repetirla. Así fue que cuando vio a la gente suficientemente lejos, volvió a
gritar:
- ¡Socorro, el lobo! ¡Que viene el lobo!
La gente, volviendo a oír los gritos de ayuda del muchacho, empezó a correr
a toda prisa, pensando que esta vez sí que se había presentado el lobo feroz, y
que realmente el pastor necesitaba de su ayuda. Entre ellos, Anna, la más
pequeña de todos, corría todo lo que sus cortas piernas le daban de sí. Antes
de llegar, las prisas traicionaron a la joven que, sin reparar en los peñascos
del camino, tropezó y cayó de bruces contra el suelo. Su vestido, hasta ahora
blanco como el nácar, se embarró de tierra; sus rodillas pulcras se llenaron de
rasguños; y sus manitas, que quisieron amortiguar la caída, acabaron llenas de
sangre por los cortes que las piedras le habían provocado.
Pero al llegar donde estaba el pastor, los aldeanos se lo encontraron de
nuevo por los suelos, riéndose de ver cómo habían vuelto a auxiliarlo. Anna,
con lágrimas que pretendía retener en sus enormes ojos verdes, se acercó de
nuevo hasta el pastor, y volvió a tenderle la mano. No dijo nada, pues no
quería que la voz se convirtiera en un quejido de dolor, así que con la mayor
de las sonrisas que consiguió articular, levantó a Pedro del suelo, le sacudió la
tierra de los pantalones con cuidado de no mancharle con su propia sangre, y se
despidió regalándole una sonrisa de consuelo. Esta vez, el enfado de los
vecinos, creció aún más, y se marcharon resignados por la mala actitud del
pastor que además había provocado la caída de la ingenua niña que poco entendía
de aquello.
A la mañana siguiente, mientras Pedro pastaba con sus ovejas por el mismo
lugar, riéndose al recordar lo que había ocurrido el día anterior, llegó a la
conclusión de que aún le quedaba mucha mañana por delante, y creyó oportuno
repetir la jugada, pues lo que para los vecinos había sido una broma pesada, de
mal gusto y un susto terrible, para el pastor, había sido una manera de hacer
tiempo, reírse y entretenerse en sus aburridas mañanas de pastoreo. Estaba a
punto de comenzar su llamada de auxilio, cuando escuchó un extraño ruido que
provenía de unos matorrales.
No le dio tiempo a hacer nada más que echar a correr, cuando un enorme lobo
gris se abalanzó sobre él con la intención de servírselo como desayuno. Al ver
que el animal se le acercaba más y más, empezó a gritar desesperadamente:
- ¡Socorro, el lobo! ¡Que viene el lobo! ¡Que va a devorar todas mis
ovejas! ¡Auxilio!
Pero sus gritos fueron en vano. Ya era bastante tarde para convencer a los
aldeanos de que lo que decía era verdad. Los vecinos, habiendo aprendido de las
mentiras del pastor del día de antes, esta vez hicieron oídos sordos, y dieron
por sentado que aquello no era más que otra broma. Pedro, sin poder hacer nada,
encaramado en lo alto de un árbol, estaba siendo testigo de cómo el lobo iba devorando
y acabando con la vida de todas y cada una de sus ovejas, que poca culpa tenían
de las mentiras de su amo.
- ¡Socorro, el lobo! ¡El lobo!
Pero los aldeanos siguieron sin hacerle caso, todos excepto una… Cojeando,
con vendas en las manos y un nuevo vestido blanco, pulcro y sin mácula, Anna
corría camino arriba con el claro objetivo de ayudar a Pedro. Con su enorme
sonrisa en los labios, y disimulando el dolor que aquella carrera le estaba
provocando, esperaba encontrarlo en el suelo como el día anterior, muerto de
risa por las cosquillas que aquel malvado lobo le había provocado ya dos veces.
Pero, al llegar a la pradera, no fueron risas lo que se encontró. Un lobo
enorme, con el hocico ensangrentado y lleno de los restos de las pobres ovejas
que ya había podido destrozar, la miraba con expectación en los ojos.
Y así fue como Pedro pudo ver en primera persona, desde lo alto de la copa
de su árbol, como el lobo se abalanzaba sobre el pequeño cuerpo de Anna, que
indefensa, llena de vendas por las caídas del día anterior, con una mueca de dolor,
miedo y terror, miraba a los ojos del pastor mentiroso y cobarde que no hizo ni
el ademán de bajarse de su refugio. El vestidito blanco, se tiñó de rojo carmín,
la sonrisa eterna de la niña murió entre dentelladas de verdad, y las mil
heridas que había provocado Pedro el día anterior, se convirtieron en algo casi
anecdótico para la pobre niña que había encontrado aquel calvario únicamente
por querer ayudar, proteger y acudir en auxilio de aquel que pedía salvación.
Cuando el lobo se hubo cansado de zarandear a la pequeña Anna, y tras
cargarse entre los dientes el cuerpo de alguna oveja que le serviría para cena,
Pedro fue capaz de bajarse de su árbol, y acercarse al cuerpo jadeante de la
niña, que a duras penas conseguía respirar entre borbotones de sangre. Antes de
soltar su último aliento, Anna fue capaz de articular:
- Tranquilo Pedro, el lobo ya se ha ido, lo he espantado para ti... Pero ¿sabes? Yo pensaba que las cosquillas dolían un poco menos... - Y con
una sonrisa que no le llegó a los ojos, Anna expiró por las mentiras de un
pastor que jamás se mereció ni uno de los arañazos que la niña Anna sufrió por
él.
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Moraleja: Las mentiras pueden parecer útiles, divertidas, rentables, prácticas, apropiadas o beneficiosas para ciertos fines, pero... Cuando quieres darte cuenta, tus propias mentiras te han comido, y las palabras "mentira", "excusa", "pretexto", "subterfugio", aparece grabadas como neones de un club de carretera en la frente de los que se creen que la gente es imbécil. En la vida real, el precio no son unas pocas ovejas esqueléticas; por desgracia, en la vida real el precio son personas de verdad, personas que valen mucho más que un saco de lana o un montón de pellejo. Personas que, como Anna quieren y aprecian a aquellos que juegan con la verdad, con los sentimientos y el cariño, y se aprovechan de ello para arriesgarlo a su favor. Porque las mentiras duele, las mentiras hieren, las mentiras matan, igual que mataron a Anna. Mataron la inocencia, mataron la bondad.
Y la buena voluntad de Anna acabó con su vestido blanco, pulcro y sin mácula. |